MIÉRCOLES, 22 DE
MARZO DE 2006
24 de marzo de 1976: un recuerdo con ojos de
niño (y algo de memoria)Los
recuerdos parecen filmados con una vieja cámara hogareña de Super 8. Los
fragmentos duran unos pocos minutos y se enlazan con otros y otros, casi sin
solución de continuidad. Están, por estos días, cuando se cumplen 30 años del
fatídico golpe militar del 24 de marzo, enganchados en una moviola que nunca
termina con la edición definitiva de la película.
Son
cortometrajes que brotan espontáneamente, sin necesidad de hacer ningún
esfuerzo.
Son los recuerdos de un hombre, hoy con 38 años, que vivió el golpe y su
herencia de juntas castrenses con ojos de niño, lejos de cualquier trinchera o
despacho oficial, lejos de la insurgencia o de la represión, lejos del dolor y
de la cruel y oculta realidad de las torturas y desapariciones.
Los ojos de
un niño anestesiado por un padre periodista, que hizo esfuerzos -ya en la
adolescencia- para que su hijo fuera cualquier cosa, menos lo que él había sido
y era. Posiblemente, por cosas que tuvo que ver y silenciar en esta época, y
otras menos nefastas pero también sangrientas y de profunda división civil, por
censura o, simplemente, para no perder el trabajo. Cosas que tuvo que sufrir en
medio de balas que silbaban de todos lados para llegar con la crónica antes del
cierre del diario.
Mi viejo me dijo una vez, en una fecha imprecisa, después del golpe del '76: "si
un desconocido te pregunta si sos mi hijo, no lo negués, pero no des
precisiones sobre cuánto hace que no nos vemos". Mi papá vivía con nosotros en una casa
en el sur del conurbano y, más de la mitad del tiempo, en un porteño
bunker-oficina, cerca de la zona de Tribunales, que se incendió sin explicación
por aquellos años.
Para los
que no lo conocen mi viejo no era, ni es, un hombre de izquierda. Para nada.
Tampoco un tipo de derecha. Un centrista, podría decirse.
"Anti-nada", como le gustaba autodefinirse cuando era normal
calificar de "peronista" o "antiperonista". Pero podía
convivir con ambos y cultivar la amistad, aún en los malos momentos y sin dejar
de aclarar que detestaba toda forma de violencia.
Pudo haber sido un cortocircuito -tenía muchas radios, entre ellas, una que
captaba la frecuencia policial y que era mi secreta debilidad (parecía digna de
un agente secreto)-, alimentado por una inmensa biblioteca, revistas y folletos
de grupos armados de los 70 que convivían con literatura clásica, argentina y
hasta de "derecha". El hábito del tabaco en pipa, un culto paternal
en esos tiempos, se convirtió en sospechoso de haber ayudado a quemar parte del
lugar.
Un
muestrario similar, menos heterogéneo, podía encontrarse en casa. Los libros,
que ejercían también una fascinación en mí -los creía llenos de misterios y
secretos detrás de sus tapas y lomos-, fueron motivo de aquella charla con mi
viejo: "nunca hay que esconder los libros que uno tiene
y, en lo posible, hay que poner uno de Mao -como ese de la Revolución Cultural
de cubierta roja- al lado de la biografía de Mussolini", comenzó aleccionando como si hubiera
visto en mí el futuro de un bibliotecario o archivista.
"Si
vienen policías o militares y quieren ver la biblioteca, no te asustés: pero
que vean que hay de todo", siguió. No
fue muy tranquilizadora aquella conversación. Pero, por suerte, nunca sucedió
lo que mi padre temía. Seguramente, fueron precauciones con cierto grado de
paranoia, propia de las circunstancias. Y también de ingenuidad: ahora, viejo,
que seguramente estás leyendo esto, vos pensás que les hubiera importado que
convivieran libros de derecha con los zurdos. Creo que no. Con Mao Tse Tung, o
una cubierta sugestivamente colorada, hubiera sido suficiente.
O con esa obra de Gregorio Selser sobre Sandino, cuya dedicatoria me hizo reir
muchos años después. "Para que este libro alguna vez te lleve en
cana", decía
palabras más palabras menos con indudable ironía tu amigo "Goyo".
Cambiamos
el rollo.
Del 24 de
marzo de 1976, propiamente dicho, me acuerdo que era un día algo nublado.
Amanecí con la noticia de que había 3 militares a cargo del gobierno, porque
habían depuesto a Isabelita o a la Perona, como la llamaba una de mis abuelas,
no muy afecta al General por cierto. Para mí, fue una noticia que no me
asombró: la noche previa había escuchado radio Colonia y en mi familia,
obviamente, informada por mi padre, se venía hablando del tema desde hacía
varios días.
Sí, me gustó, no lo puedo negar, que ese día no tuve que ir a la escuela, donde
cursaba 3° grado con la señorita Hilda. Para mí fue un feriado como el que
instauró ahora el gobierno de Néstor Kirchner. Tenía la sensación de que se
había terminado, o se iba a terminar, el miedo a estar en el colegio o en la
calle y que explotara una bomba, o el miedo de tener vecinos simpatizantes
"montoneros" y que volaran por los aires por no saber manipular
explosivos. Había oído comentarios al respecto.
O de quedar encerrado en un tiroteo entre "buenos" y
"malos". Había llegado "el orden" para imponerlo. Pero era
sólo una sensación, una esperanza, mejor dicho.
Con 8 años y una familia muy poco politizada (salvo por deformación profesional
de mi viejo), aprendí a mirar los acontecimientos de manera desapasionada, sin
embanderarme, como si fuera un científico -salvando las distancias- delante del
microscopio. Pero, en esos años, contaba con la mitad de las fuentes de
información. Y resultaba bastante creíble lo que decían. Por supuesto, no
formaba parte de las charlas con mi viejo profundizar o siquiera hablar de las
noticias. Trataba de aprovechar al máximo, cuando lo veía, a mi papá de los
afectos y no al periodista, por supuesto.
Se terminó
esta peli. Pasemos a otra.
Los buenos
estaban ganando la guerra contra la subversión. Casi la habían exterminado,
como -me enteré más tarde- le había encomendado a las fuerzas armadas el
gobierno de la señora de Perón, a cargo de Italo Luder. Pero apareció en 1978
el fantasma de la guerra con Chile por el canal de Beagle y las islas Picton,
Nueva y Lennox, que me cansé de ver por TV. Hasta pasaban una canción de una
nena -bah, parecía la voz de una nena, pero podía ser otra mentira- que decía
algo así como "hoy le escribí una carta/a mi querido
hermano/le puse que lo extraño...".
Había un clima mediático pre-bélico, podría decirse. No tenía familiares
alistados ni con posibilidades de serlo, aunque tenía mucho temor. ¡Una guerra
con Chile!
Fue sólo un
preanuncio, si bien la guerra nunca pasó de algún escarceo en las fronteras
-gracias a la mediación del cardenal Samoré, encomendado por el Papa Juan Pablo
II-, la necesidad de contar con un enemigo seguía latente.
Así llegamos a la invasión de las Malvinas -recuperación, debería haber evocado-
que derivó en la guerra del Atlántico Sur en 1982. En esa época, ya estaba en
segundo año de la secundaria y todavía recuerdo que mi viejo me pasó a buscar
por el Colegio Nacional de Buenos Aires en la víspera del 2 de abril, y se
encontró con Enrique Llamas de Madariaga que tenía un hijo en el mismo colegio
pero unos años más grande que yo.
"Mañana,
invadimos las Malvinas", me susurró
mi papá. No sé si le contesté, pero me acuerdo que tuve mucho miedo. "Se
va a armar la guerra con Inglaterra", pensé sin darme cuenta que era una
primicia. Cuando al día siguiente casi todo el colegio se fue a festejar a
plaza de Mayo, a poco más de una cuadra de distancia, no entendía bien qué
celebrábamos.
Los
militares de una u otra forma, y aún cuando nunca hubiera asimilado la palabra" desaparecidos" como algo real -había oído que eso
formaba parte de una campaña "anti-argentina" y que en realidad eran "subversivos" que se habían fugado del país-, me
daban mucho miedo con sus decisiones.
Otra cinta.
Pero esta tiene audio defectuoso.
La primera
vez que escuché hablar de los campos de concentración en la Argentina (algo
inconcebible en mi cabecita de 8-9 años) fue en la radio. Imitando a mi viejo,
me gustaba buscar radios de onda corta. Primero caí en radio Moscú: mencionaban
las torturas y desapariciones en el Chile de Pinochet. Se escuchaba clarito a
los locutores y hablaban hasta con acento chileno. Si pasaba del otro lado de
la Cordillera, por qué no aquí, me pregunté. La respuesta la iba a encontrar en
otra frecuencia.
En radio Moscú no me enteré de lo que sucedía detrás de los paredones militares
y policiales de mi país. Es cierto que el PC y la desaparecida URSS (lo primero
consecuencia de lo segundo) no se quejaban de la dictadura de Videla y sus
sucedáneos: por el contrario, comerciaban con el regimen castrense -en
definitiva, los extremos se tocan y terminan siendo lo mismo, sean de derecha o
de izquierda-, y no pedían el reestablecimiento de las instituciones.
La Unión Soviética hacía negocios con Videla & Cia. -la Argentina no
adhirió al boicot cerealero por la invasión soviética a Afganistán, si mal no
recuerdo-, y en el comité central de la avenida Entre Ríos seguían las
instrucciones.
Recién en el XVI Congreso del PCA, con varios años de retorno a la democracia,
hicieron la autocrítica a puertas cerradas. Pero, ¿cómo no era que los
militares habían llegado para "salvarnos" del marxismo-leninismo?
¿Qué eran los del Partido Comunista, entonces, marxistas línea Groucho o más
bien Harpo, el mudo?
De ese PC criollo, surgieron figuras de la política actual como el exitoso
intendente de Morón, Martín Sabatella (un niño como yo en aquellos años), o
funcionarios del kirchnerismo como Eduardo Sigal (Cancillería), que entonces
militaban en la Fede y pataleaban contra la dirigencia de veteranos adiestrados
en Moscú.
Las salas
de tortura argentina se me corporizaron en la mente cuando escuché, después de
ir y venir con la perilla, Radio Noticias del Continente, la emisora
clandestina de Montoneros que trasmitía, creo, desde Costa Rica o de algún otro
país de centroamérica. Sufrían interferencias, pero pudo escuchar allí el
relato de "sobrevivientes de los campos de concentración", Escuela de
Mecánica de la Armada (ESMA) a la cabeza.
Para mí
escuchar una radio "prohibida" -"subversiva", según el léxico castrense que nos
habían incorporado a todos-, en medio de la noche, casi de madrugada, era una
osadía y al mismo tiempo una actividad culposa. Lo disfrutaba, pero con
inocencia. Escuchaba lo que decían como si fuera un guión cinematográfico. No
podía salir del asombro: "¿campos de concentración como en la Alemania de
Hitler?, no puede ser", trataba
de convencerme. Por supuesto, que era una emisora partidaria con información
sesgada. Pero no estaban mintiendo descaradamente, como yo imaginaba en mi
niñez informativa.
Que
mientras festejábamos el Mundial, había torturas, violaciones y muertes, sonaba
demencial. Y lo era. Por eso, me resultaba difícil de concebir, de aceptarlo.
Finalmente, y tristemente, la realidad más salvaje y despiadada se reveló ante
mis ojos de adolescente cuando, tras la guerra de Malvinas, se reinstauró la
democracia.
Creo que tantos años de desinformación, aún hoy me hacen pensar que aquella
pesadilla no puede haberle sucedido a mis compatriotas. Tampoco la pesadilla de
los secuestros, las metrallas y bombas a inocentes que arreciaban desde el
terrorismo trotskista del ERP o de Montoneros. Vivimos con mucho miedo todo el
tiempo, demasiado miedo, demasido tiempo. Y casi terminamos acostumbrándonos.
Ahora un diario amarillento y un vídeo con imágenes borrosas.
¿Qué más recuerdo? Por ejemplo, que mi viejo me hablaba de un colega muy
valiente. En realidad, dos colegas que reivindicaban la profesión en aquellos
años. Ambos trabajaban en el viejo diario La Prensa, un medio de
"derecha", el de los Gainza Paz. Uno, Manfred Schönfeld, terminó con
la dentadura rota y debió dejarse crecer el bigote para disimularlo. Lo
golpearon en la puerta de su casa por escribir artículos
"inconvenientes". Era grandote como mi viejo, pero más grande de
edad. Seguramente, no lo atemorizaban demasiado los militares argentinos,
teniendo en cuenta sus antecedentes alemanes que, seguramente, sufrieron el
nazismo.
El
otro, un gallego radicado en la Argentina, que, antes de irse del país (durante
el primer gobierno de Menem), se ganó la enemistad de muchos políticos, sobre
todo radicales alfonsinistas. Sus columnas en la tapa de La Prensa fueron
inevitables para quienes querían estar informados en el llamado Proceso y en
tiempos de Alfonsín. Se animó a hablar de los desaparecidos y de los hábeas
corpus. Se llamaba Jesús Iglesias Rouco. Polémico, mordaz, inescrupuloso -para
sus adversarios y críticos-, me enseñó a redactar mejor y me dio una
oportunidad laboral. Aprendí mucho y se lo agradezco, aunque -por el
amarretismo con sus redactores- terminó, salvo excepciones, rodeado de
seudo-periodistas que respondían a distintos servicios en los 80-90.
Del otro lado, estaban los grandes medios y los grandes periodistas, los que
tenían primeras planas, micrófonos, pantallas a su disposición, o mejor dicho,
a disposición del gobierno. Y permanecieron allí, cuando el régimen terminó
cayendo por el propio peso de sus torpezas, de su decadencia, de su locura
insanable.
¿Quién se acuerda hoy que en el canal 11 que manejaba la Fuerza Aérea había una
periodista muy prestigiosa, de doble apellido, que hacía "programas de
actualidad"? ¿Qué esa misma periodista en aquella época tenía un programa
a la mañana, como todavía lo tiene, pero en radio Continental, si mal no
recuerdo, en compañía de Carlos Burone, que, pobre, terminó fiel a sus
sentimientos y murió abrazado a la causa procesista, como si hubiera sido el
único en esa época que tomaba hostias de la mano de Massera? ¿Es la misma que
después terminó investigando las desapariciones? Yo me acuerdo. No me lo
contaron. Lo ví.
¿Quién era el periodista que escribía en la revista Somos, muy ligada a los
servicios de inteligencia castrenses, y que se quejó por emisoras varias de que
no lo habían dejado entrar a la Cuba del dictador Fidel Castro -ésa sí que era
una dictadura, no las de Videla, Viola o Galtieri-, cuando después terminó
alineándose al alfonsinismo y defenestró a las cúpulas militares como si nunca
hubiera sido funcional a sus operaciones de prensa? Yo lo sé. ¿Pero tengo
derecho de señalarlos con nombre y apellido, porque yo tenía edad para trabajar
en periodismo? Creo que no. Nadie tiene derecho a señalar, porque nadie resiste
la memoria de los otros o el archivo. O la propia conciencia.
No
sabía lo que pasaba en los sótanos de tortura y la degradación humana. Pero sí
ví en mi transito de la niñez a la adolescencia cómo muchos pasaban -o seguían-
dando noticias como si sólo hubiera cambiado el gobierno y ellos hubieran
bajado de una nave interplanetaria. ¡Pero si eran casi los mismos y siguen
siéndolo! Lo malo es la hipocresía, lo malo es señalar sólo a Mariano Grondona
o a José Gómez Fuentes, por poner dos ejemplos extremos del periodismo
vernáculo, como cómplices de la mentira más grande, la del ocultamiento más
grande de la historia argentina.
¡Y que encubrió la mayor masacre: la de miles de vidas, de uno y otro bando, y
de los que no tenían nada que ver, y la de la verdad!. Porque nunca más haya un
24 de marzo. Porque nunca más lleguemos a estar como el 23 de marzo de 1976. Porque
nunca más haya un 19/20 de diciembre en el país.
El horror, nunca más.
El odio,
nunca más.
En memoria de los que ya no están
y en honor de los que sobrevivimos sabiendo
...o
no que estábamos sobreviviendo.